jueves, 9 de julio de 2009

Recuerdos de aeropuerto

Siempre que deseamos escapar de algún sitio o cuando nos encontramos incómodos con la situación intentamos viajar.
El irnos del lugar, cambiar de aires, hacerse con una guía infinitamente gruesa y comenzar a leer sobre el tema, pasar horas y horas para acabar conociendo la ciudad mejor que un ciudadano mismo. Esos momentos de creer que vas en la dirección adecuada aunque no tengas ni idea de que habrá en la próxima esquina; pero claro, con la guía en mano nos creemos expertos en historia, en geografía e incluso en los sociólogos más cosmopolitas.

Nos escapamos de la realidad en la que vivimos para creer que ir con esos aires de superioridad hacía el aeropuerto y sacar el pasaporte de entre la apretada mochila con lo necesario para pasar esos días de aventura nos bastarán para olvidarnos de la cantidad de problemas e ideas sin sentido que habitan nuestra cabeza.
Pero por sorprendente que parezca así es, se cumple por completo. Una vez llegamos al destino comenzamos a creernos dueños de las reseñas que hemos estudiado sobre la ciudad, incluso hemos aprendido el vocabulario básico para podernos desenvolver en el ambiente y de una forma curiosísima se nos olvida todo motivo por el cual vivimos y disfrutamos del viaje.
Si, “carpe diem” dirían los literantas; pero yo prefiero llamarlo “síndrome de ciudadano del mundo”.

¿Por qué? Muy sencillo. Cuando una persona se siente de un lugar geográfico específico desea con ansias vivir las costumbres, las tradiciones y la historia de ese lugar. Y en cuanto le cambias el escenario y las bases culturales se amolda por completo solo por intentar obviar las cosas que ha vivido, intentando así hacerse pasar por ciudadano natal de su destino.
En cambio, quienes, como yo, no nos sentimos demasiado patriotas ya que nuestras patrias son diversas no tenemos la necesidad de creer que leyendo una guía llegaremos a nuestro destino con un master sobre el; por el contrario, casi nunca preparamos mucho los viajes y dejamos que sea la propia curiosidad quien nos guíe, nos sentimos libres de todo y de todos.
Aun así, cambiar por unos días de telón de fondo, no tener que hacer el papel rutinario que ejercemos día si y día también y la impersonalidad que te ofrece no conoces a nadie ni que nadie pueda reconocerte nos crean un estado de animo bastante retorcido y específico. No sabemos como expresar con palabras lo que se siente cuando se vuelve a casa, pisas el aeropuerto y resoplas casi como diciendo “otra vez aquí”, aunque realmente quisieras volver y dormir en tu cama o ver a tus allegados.

Los problemas que habían desaparecido por motivo geográfico (o incluso por cobertura de móvil) vuelven a aparecer de golpe y ni nos acordábamos de ellos. Ojala fuesen como una guía de viaje. Nos la estudiamos y la aprendemos al momento y con entusiasmo.


*divka*

2 comentarios:

Óscar Gartei dijo...

Bueno, no puedo decir mucho al respecto, ya que por unos u otros motivos no suelo viajar mucho y, de hacerlo, las ciudades serían las últimas opciones de mi lista. Aborrezco completamente las grandes ciudades (y algo las pequeñas); están tan llenas de gente que para mí es algo insoportable.

Nada mejor que evadirse en la naturaleza, en un lugar apartado, sea en la nieve o en un frondoso bosque. Allí ni hay cobertura ni nada de eso de lo que huimos en nuestros viajes. El efecto es similar, aunque el silencio es buen incitador a la reflexión.

Yo, personalmente, si voy de ciudad en ciudad no noto cambio alguno: sigo en el mismo mundo corrupto, con los mismos problemas. Quizás sería mejor no pensar en ello mucho ;).

Un saludo.

VeRsAtiLiDaD dijo...

Yo cuando viajo voy sin manual, hasta si voy a un país con otro idioma no me aprendo ni las palabras claves para poder comer. Con mochila en la espalda, como si de una carcasa se tratara me protejo del mundo, llevo todo el material necesario para cohexistir y si cuando vuelvo los problemas siguen me los como, aunque sepa que luego se me comerán a mi.
Así es la vida, comes i te dejas comer!!!

Besos versatiles